Una deidad sin ética para una humanidad sin alma

Periodista, escritor, miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, miembro de la Comisión Nacional Anticorrupción.
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Cuando la razón dejó de dirigir el mundo, el algoritmo ocupó su lugar. No con ideas, sino con cálculo. No con leyes, sino con datos. Y fue el crimen transnacional quien mejor entendió el cambio.
Sin embargo, la criminalidad, como la que tiene en agonía al joven precandidato colombiano Miguel Uribe Turbay, y la que, sin pausa ni tregua, desangra a nuestra patria —en un solo día de esta semana fueron masacradas siete personas en Pascuales— no es solo un subproducto del ecosistema digital. Es, en su raíz, la cruel manifestación de un vacío global del espíritu: el síntoma visible de una civilización carcomida desde dentro. Lo evidencian jueces y fiscales venales y prevaricadores que legitiman la impunidad y sostienen la pudrición moral de estos tiempos.
Lo que el mundo presencia hoy no es una simple crisis de seguridad, sino algo más profundo y devastador: un eclipse de la condición humana.
El Estado moderno, nacido de la Ilustración y la Revolución Francesa, declina sin que haya otro fundamento que lo sustituya. Tal revolución no fue solo política: fue el acto simbólico de entronizar la razón como el paradigma de la historia. De esa razón surgieron el Estado, la ciudadanía, la ley como voluntad general y el derecho humano.
Pero esa razón ha sido desplazada por el algoritmo. Se volvió técnica. Ya no emancipa: administra. Ya no inspira libertad: produce sistemas digitales de control. Es el signo de nuestra época: la civilización del algoritmo, donde el alma humana ha sido reemplazada por eficiencia, emoción viral y obediencia digital.
Más allá de su definición técnica, el algoritmo es hoy una forma de poder: automática, invisible, sin rostro ni responsabilidad moral. Es el poder que preside los sistemas digitales contemporáneos.
No solo media nuestras decisiones: moldea nuestra misma vida. Mediante plataformas y redes, anestesia el pensamiento, debilita la voluntad y disuelve la consciencia. Dirige sin gobernar, manipula sin dar órdenes y somete sin violencia. Como advierte Byung-Chul Han [filósofo coreano): El control ya no se impone por represión, sino por seducción algorítmica: el sujeto se explota a sí mismo creyéndose libre.
Lo más grave: el crimen transnacional —arcaico en sus métodos, brutal en su lógica— se ha apropiado de esta arquitectura. Mientras las democracias creían estar modernizándose, el crimen aprendía más rápido. No solo se adaptó: se fusionó con el sistema digital. Hoy lo domina. Y, posiblemente, lo financia.
La causa es clara: el algoritmo no tiene moral. No distingue entre verdad y mentira, entre el bien y el mal. Solo optimiza lo que genera atención, emociones fuertes y polarización. Y el crimen genera eso. Un asesinato se viraliza más que una clase de lógica. Una conspiración, más que una tesis constitucional. Penetra servidores, plataformas, redes cifradas, empresas tecnológicas y estructuras privadas y estatales. El poder del algoritmo no solo observa: predice, manipula y vende la conducta humana, afirma Shoshana Zuboff, profesora en Harvard y la U. de Chicago.
Las democracias llegaron tarde, divididas y temerosas. Subestimaron la desinformación automatizada y no defendieron sus valores en el nuevo campo de batalla: no el de la razón, sino el de la mente conectada, que piensa con Google, recuerda con la nube, socializa por plataformas, se informa por motores de búsqueda, y que ya no razona desde la interioridad, sino desde el exterior digital.
Es el moderno Leviatán [monstruo bíblico]. La deidad del siglo XXI. Y el crimen transnacional ha aprendido a manejarlo.