"Aquí soy mi jefe": Ecuatorianos en Nueva York viven sus propias batallas como conductores de Uber o repartidores de apps
Migrantes ecuatorianos en Estados Unidos sostienen su día a día con trabajos informales como Uber y DoorDash, entre algoritmos y controles digitales. Algunos prestan cuentas y viven la angustia del reconocimiento facial de las aplicaciones.

Se estima que en NYC operan alrededor de 78,000 vehículos de transporte por aplicación, muchos de ellos conducidos por latinos.
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Selene Cevallos
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NUEVA YORK, ESTADOS UNIDOS. Cuando Lorena aterrizó en Nueva Jersey, llevaba dos cosas: una maleta con 5 libras de sobrepeso y una carta sin enviar a su madre. Era septiembre de 2021. Atrás dejó Cuenca, dos hijos pequeños al cuidado de su hermana y un restaurante que no resistió los embates de la pandemia ni de la delincuencia. Hoy reparte comida para DoorDash, recorriendo barrios que aún no puede pronunciar bien, con la esperanza de juntar lo suficiente para traer a sus niños antes de que olviden su voz.
Luis, en cambio, aterrizó en Miami una década antes. Migró desde Santo Domingo con una visa de turista y nunca regresó. Aprendió inglés trabajando como mesero en un bufet chino, durmió en el sótano de un primo y ahora conduce su propio auto para Uber en Nueva York. “Dicen que esta ciudad no duerme, pero yo tampoco”, bromea. A veces hace turnos de nueve horas seguidas. Su espalda duele, pero su orgullo está intacto. “Aquí soy mi jefe… aunque el algoritmo me diga lo contrario”.
La economía migrante informal en Estados Unidos tiene rostro, acento y GPS. No figura en las estadísticas oficiales, pero mueve ciudades enteras. Entre los migrantes ecuatorianos, trabajar como conductor de Uber o repartidor de DoorDash se ha convertido en un salvavidas que, aunque inestable, ofrece una libertad que en sus países de origen era impensable.

Pero esa libertad viene acompañada de nuevos tipos de vigilancia. En los últimos meses, plataformas como Uber, Ubereats y DoorDash han endurecido los controles de identidad: piden verificar regularmente que quien maneja o entrega sea el titular de la cuenta. La app solicita reconocimiento facial —un “ID face”— en cualquier momento del día. Si no lo haces, te bloquean. Y si un usuario sospecha que no eres tú, puede reportarte.
Eso obliga a muchos, como Lorena, a salirse de la ruta y buscar al verdadero dueño de la cuenta para que preste su rostro frente a la cámara y así poder seguir trabajando. Luis pasó por lo mismo hasta que decidió sacar su ITIN Number (Número de Identificación Personal del Contribuyente). “Con eso al menos ya tengo mi propia cuenta. Trabajo más tranquilo”, dice. No es un estatus migratorio, pero sí un paso hacia cierta autonomía dentro del sistema.
Los desafíos son constantes: gastos imprevistos, multas, gasolina, deudas. Las plataformas no garantizan ingresos estables y los algoritmos priorizan la eficiencia sobre las circunstancias personales. “Un día haces 200 dólares, otro apenas 60”, dice Luis. “No hay lógica. Solo ruedas”.
En Nueva York, se estima que existen aproximadamente 78,000 vehículos de transporte por aplicación, como Uber y Lyft, según el informe más reciente de la Comisión de Taxis y Limusinas de la ciudad (TLC, 2024). Este número refleja la magnitud del mercado y la competencia diaria que enfrentan los migrantes en este tipo de trabajo. Ante las dificultades para registrarse de forma legal, muchos optan por alquilar cuentas a terceros por entre USD 200 y 300 semanales, una práctica común pero riesgosa que va contra los términos de uso de las plataformas.
Sin seguros ni vacaciones, pero con voluntad
Lorena empieza su jornada a las diez de la mañana y la termina pasadas las nueve de la noche. “Si llueve, hay más pedidos, pero también más peligro”, dice mientras revisa su teléfono y cambia la dirección en la aplicación. Conduce un Toyota Corolla alquilado por semana. No tiene seguro médico ni vacaciones pagadas. “Aquí, si no trabajas, no comes”, dice sin dramatismo. “Pero al menos, trabajas con dignidad”.
Luis conoce la ciudad por sus semáforos. Sabe qué calle está siempre bloqueada, qué barrios pagan mejor y dónde los pasajeros tienden a dar propina. Cada cliente es una historia distinta: el oficinista silencioso, el turista brasileño que quiso hablar de fútbol, la anciana que le ofreció pan de banana casero. “A veces uno termina siendo más psicólogo que chofer”, dice. “Escuchas de todo. Y eso te recuerda que aquí todos luchamos, aunque en distintos idiomas”.
Ambos migrantes comparten una nostalgia que se mide en silencios: Lorena piensa en los cumpleaños que se ha perdido. Luis, en su trabajo de oficinista que dejó en Ecuador y que le cuesta tanto recuperar en Estados Unidos.
Pero también hay pequeños triunfos: Lorena acaba de abrir una cuenta de ahorros. Luis logró enviar dinero para reconstruir el techo de la casa de su hermana en Ecuador. “Este trabajo no es glamuroso, pero me ha permitido sostener a mi familia”, dice él. “Eso, para mí, es éxito”.
Las historias de Lorena y Luis son apenas dos entre miles. Conducen en ciudades que no los conocen, pero que dependen de ellos. Sus autos son cápsulas de resistencia donde caben el cansancio, la música en español y los sueños aún no vencidos.
“Un día quiero dejar de manejar y estudiar enfermería, pero hasta entonces, sigo rodando".
Lorena
La migración, como el volante, requiere manos firmes y ojos atentos. Y aunque los caminos sean inciertos, Lorena y Luis avanzan. Porque, como dice él mirando por el retrovisor, “uno migra para tener una mejor oportunidad”.
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